
Mario Vargas Llosa, en la Feria del Libro de Madrid en 2001. / Óscar Moreno
Hace unos días, el pasado 14 de abril, a las pocas horas de que Mario Vargas Llosa (1936-2025) muriera en Lima, cuando la noticia empezó a contarse en España, las redes, la prensa, los medios, y hasta las conversaciones cotidianas, en pareja, en familia, entre amigos, con compañeros de trabajo, se llenaron de ‘literatura del yo‘. Yo le conocí, yo le entrevisté, yo almorcé con él, yo estuve en una cena donde él estaba, a mí me firmó un libro, yo le vi por la calle, a mí me miró, yo fui a una de sus presentaciones, a mí me estrechó la mano y un largo y abrumador etcétera.
Algunas de esas muestras de narrativa en primera persona iban acompañadas, claro, de su correspondiente imagen, fotografías en las que el escritor era un personaje secundario. El verdadero protagonista de todas esas instantáneas era quien posaba con él, esa era su pretensión, figurar, aparecer, que los focos que en realidad apuntaban al Nobel lo iluminasen, aunque los 15 minutos de fama de Andy Warhol, otro adicto a la atención, quedaran reducidos a cinco, o tres, unos segundos, qué más daba, el caso era presumir, contarlo, que la gente lo supiera, se enterara.
La egolatría, con sus muchos sinónimos, egocentrismo, egoísmo, autolatría, egotismo, narcisismo, protagonismo, individualismo, es una condición profunda y tristemente humana, propia de esos ‘animales difíciles’, como Rosa Montero nos define en el título de su último libro, que somos, capaces de sucumbir a las llamas de una hoguera de vanidades fútiles, a cambio de destacar, que nos miren, bien, mal, no importa.
Es cierto que en esos, muchos, ejemplos de ‘literatura del yo’ auspiciados por la muerte de Vargas Llosa, autor de frases memorables, y no sólo en sus obras (ahí está una de las que le dio a la revista ‘The Paris Review’ en 1990: “Para fabricar, siempre necesito el trampolín de la realidad”), hubo quien renunció a la autoestima en favor de la lectura.
Sí, las redes, la prensa, los medios, y hasta las conversaciones cotidianas, en pareja, en familia, entre amigos, con compañeros de trabajo, también recogieron ese día cientos, seguramente miles si ampliamos las miras, casi siempre demasiado cortas, de recomendaciones de la obra de uno de los pocos autores que, en la historia reciente de la literatura, ha hecho historia, algo excepcional, ya que la trascendencia artística es limitada, está al alcance de unos cuantos, únicos. Yo empecé a leerle con esta novela, yo le descubrí con esta otra, este fue el primer libro suyo que compré, nunca olvidaré cuando terminé aquel otro y un largo y emotivo etcétera.
Comentarios, pertinentes, adecuados, esos sí, en memoria del escritor más allá de la persona (alguno, miope, cegado por su propia doctrina, se jactó de no leerle por su militancia ideológica, el liberalismo, esa tierra de nadie durante largo tiempo ahora superpoblada), un binomio de compleja resolución, muy difícil, imposible en los casos de vidas tan ajetreadas, intensas y apasionadas en lo personal, inevitablemente político, como la del autor de ‘La ciudad y los perros’, ‘La tía Julia y el escribidor’ o ‘Conversación en La Catedral’.
Fueron, esas, algunas de las obras a las que Javier Cercas animó a acercarse, descubrirlas, en una breve conexión en directo en un telediario nacional, a los más jóvenes, aquellos que, precisamente, apenas lo conocen o, si lo hacen, es sólo a través de los últimos retazos de su existencia, demasiado expuesta en portadas que nada tienen que ver con lo literario.
La tarde anterior, yo había ido al cine a ver ‘Sorda’, la primera película de Eva Libertad, un retrato sensible, delicado y honesto, extraordinario, de la realidad de quienes padecen discapacidad auditiva, la violencia que reciben (la escena de la protagonista dando a luz es estremecedora), a la que les sometemos, cómo les aislamos, no nos importan sus vidas, tan diferentes a las nuestras. Salí de la sala conmovida y sintiéndome culpable, responsable de no haber cumplido tantas veces, demasiadas, con mi deber, como persona, pero sobre todo como escritora: ponerme en el lugar del otro, tratar de entender lo que él siente, comprenderlo. Empatizar, renunciar al yo. También ante la muerte, incluso la de Vargas Llosa.