Los bombardeos rusos sobre Kiev a primera hora de este jueves han vuelto a evidenciar la brutalidad del régimen de Vladímir Putin y su poca voluntad de alcanzar una paz justa en Ucrania. Las tres oleadas de misiles balísticos que cayeron sobre barrios poblados de la capital ucraniana dejaron al menos doce muertos y en torno al centenar de heridos. Todo esto, el día en el que Estados Unidos tenía pensado reunirse en Londres con representantes ucranianos y europeos para negociar un posible acuerdo de paz que más bien parece una rendición pactada.
Dicha reunión se vino abajo en el momento en el que Marco Rubio, secretario de Estado, decidió, probablemente siguiendo órdenes de Donald Trump o de JD Vance, que ni él ni el asesor Steve Witkoff acudirían a la cita. La Casa Blanca filtró inmediatamente el supuesto descontento de Rubio con las reservas que Volodímir Zelenski había mostrado respecto al acuerdo propuesto por Estados Unidos. Trump no tardó en afirmar ante las cámaras que Rusia sí quería la paz, pero Zelenski no.
Horas después, sin embargo, el argumento se ha dado la vuelta y es importante atender a las palabras que ha utilizado Trump para condenar el ataque sobre Kiev, del que dice que “no le hace feliz” (solo faltaba) a la vez que acusa al presidente ruso de no haber medido el momento de la masacre, además de exigirle, en mayúsculas, que pare los bombardeos sobre civiles. Lo pasado en un parque infantil de Krivói Rog, cuando Rusia mató a casi una decena de niños que estaban jugando en toboganes y balancines, está demasiado reciente. Entonces, Trump lo disculpó como un “error” del Kremlin.
Ahora, parece reprochar a Putin su falta de oportunidad tanto como la acción en sí. Entre otras cosas, conociendo a Trump, porque le hace quedar mal a él. El presidente estadounidense ha elegido bando desde hace mucho tiempo e intenta vender a su electorado —el resto del mundo no le interesa demasiado— que todo es culpa del malvado Zelenski y su renuncia a, después de tres años de lucha bastante exitosa, rendirse ante el matón del colegio, que sigue golpeándole incluso en los recreos.
La importancia geopolítica de Rusia
Y es que, ahora mismo, la Casa Blanca está haciendo lo posible para justificar la decisión ya tomada de reconocer oficialmente a Crimea como territorio ruso. Es una decisión que va en contra del derecho internacional, de lo que ha venido siendo la política exterior estadounidense en los últimos once años —y eso incluye los cuatro del primer mandato de Trump— y que le enfrentará directamente con sus socios europeos. Todo eso le da igual a Trump siempre que tenga a Putin contento.
Es fácil caer en tópicos y hablar de una dependencia casi emocional del multimillonario estadounidense respecto al autócrata ruso, pero la cosa va más allá. Los dos grandes focos de interés de Trump en materia de política exterior son China —en lo económico— e Irán —en lo militar—. Ya lo fueron durante su primera Administración y sus asesores consideran que hay que centrar ahí todos los esfuerzos. La guerra comercial con China ha sido bendecida recientemente por el propio Steve Bannon… y el posible ataque al programa nuclear iraní cuenta con el respaldo obvio de Israel.
Ambas cuestiones se consideran existenciales para la actual Administración estadounidense: si China mantiene su progreso económico bajo el actual modelo, los economistas afines a Trump entienden que será el fin de Estados Unidos como primera potencia mundial. Por otro lado, si Irán consigue desarrollar un arma nuclear con todo el uranio que está enriqueciendo bajo tierra, la amenaza de un ataque devastador se cierne sobre todo Oriente Próximo, lleno de aliados estadounidenses y de enemigos iraníes.
Macron y Rutte se ponen del lado ucraniano
En todo esto, Putin tiene mucho que decir y por eso Trump se pone descaradamente de su lado. Zelenski no le puede ayudar a apaciguar a Alí Jamenei ni puede mediar con Xi Jinping. Putin, sí. Putin es uno de los máximos aliados de ambos regímenes y seguro que está jugando con esa baza para llevar a Estados Unidos a su lado de la trinchera. Desde la elección de Trump el pasado mes de noviembre, en el Kremlin se dejó claro que toda negociación bilateral tenía que ir mucho más allá de la cuestión ucraniana y debía abarcar la situación actual en distintos lugares del planeta.
Quien lo ha visto claro es el propio Zelenski. Tras lamentar en su mensaje televisivo del jueves la muerte de tantos civiles en los últimos días, afirmó que el propósito de Putin es “presionar” a Estados Unidos. Hacer demostraciones fatuas de fuerza bruta para que Trump entienda que está lidiando con una potencia a la que respetar y obedecer. En otras palabras, acelerar los procesos en vez de dilatarlos, que es, irónicamente, lo que ha podido conseguir con dichos ataques.
La reacción europea, al menos, ha vuelto a ser de solidaridad con el pueblo ucraniano. Emmanuel Macron se mostró contundente a la hora de llamar “mentiroso” a Putin y culparle de todo lo sucedido. Asimismo, pidió a Estados Unidos que se diera cuenta de quién estaba imposibilitando la paz y dejara de responsabilizar a Ucrania. Tiene razón, pero los tiros, como decíamos, no van por ahí.
El secretario general de la OTAN, Mark Rutte, también quiso suavizar la postura estadounidense, al pedir a la Casa Blanca, según el Financial Times, que no obligue a Ucrania a aceptar un plan de paz hecho a la medida de Rusia y que, aun así, se queda corto para las aspiraciones del Kremlin.
El papelón del ex primer ministro holandés es tremendo: recién llegado al cargo, tiene que mediar entre el enorme ego de Trump y las necesidades de sus aliados. Procurar no enfadar demasiado a Washington y a la vez retener la confianza de sus socios europeos. Una cuadratura del círculo que puede hacerse imposible en cuanto Trump cumpla su amenaza, abandone a Ucrania a su suerte y reconozca a la península de Crimea —y tal vez partes de Donetsk, Lugansk, Zaporiyia y Jersón— como territorios rusos.