Allá que viene con su Vespa, como si fuera Nanni Moretti por las calles de Roma. Con su casco y todo. Como hacía mi padre por los pueblos con su Lambretta de segunda mano, y yo lo veía como el más feliz habitante de la tierra. Dicen que José Mujica también viajaba en un escarabajo de quinta o sexta mano. Estos días no paran de contarse cosas del que fue presidente de Uruguay de 2010 a 2015 y aún, años después, era como si todavía lo siguiera siendo.
Muchas veces he pensado en lo poco que sabemos de Uruguay. Bueno, quiero decir, en lo poco que sé yo de Uruguay. Cuando me vienen a la cabeza Eduardo Galeano o Mario Benedetti. O al mismo tiempo, sin esperar la vez, Juan Carlos Onetti, Idea Vilariño y sobre todo mi querido Daniel Viglietti, de quien nunca olvidaré nuestros paseos por València y cómo me quedé hecho mierda cuando se murió porque yo pensaba entonces que gente como él no se moría nunca. Muchos de esos nombres -si no todos- salieron de su país en la dictadura de 12 años, del 73 al 85, una dictadura medio camuflada que quedaba oscurecida por las vecinas de Chile y Argentina. De esas sí que sabemos la tira, no sé si todo: pero casi todo. Hasta de la de Paraguay conocemos bastante porque entre otras cosas acogió a varios asesinos fascistas españoles que huyeron al país de Stroessner después de acabar con la vida de Yolanda González, por ejemplo, o de quienes trabajaban en el despacho laboralista de la madrileña calle Atocha en enero de 1977. Sin embargo, Uruguay es un sitio pequeñito, de esos que apenas se perciben claramente en el mapa, que si el profe no te lo rodeaba en la pizarra con un círculo rojo, ni te dabas cuenta de que existía.
Pues por ahí, por ese paisito, se paseaba Mujica en su Vespa o su escarabajo y no sé si con su mujer Lucía Topolansky de paquete o copiloto. Estos días, en que tanto se ha escrito sobre su muerte -que es lo mismo que escribir sobre su vida-, se me ha ocurrido pensar que a lo mejor todas las alabanzas -incluso las de quienes lo odiaban a muerte- eran porque el presidente de su país era como mi padre o el padre de ustedes si en casa disponían de una motito de esas que tenía casi todo el mundo y era un paso más -y no muy largo- hacia la también lujosa posesión de una simple bicicleta. El caso es que Mujica se murió hace unos días y cuando me han pedido de Público que escribiera algo sobre eso, lo primero que me vino a la cabeza es la Vespa de Nanni Moretti en Caro Diario o la Lambretta de mi padre. Y una pregunta que de alguna manera ya he contestado hace unas líneas: ¿por qué alguien como Mujica ha juntado tanta unanimidad amable en todo el mundo en la hora del adiós?
Era uno más de los nuestros, de los que se juntan en el bar a jugar al ajedrez a media tarde, al truque o al dominó, dejando caer cada ficha sobre el mármol como si fuera a provocar el terremoto de San Francisco. Y porque vivía no en el palacio de los presidentes, sino en su casita rodeada de una pequeña huerta que tractoraba, como hacían en Gestalgar, mi pequeño pueblo del monte, antes de que la maldita DANA se llevara río abajo la tierra y los tractores. Ha sido esa la versión más extendida en la hora de la despedida. Pero eso es sólo el ropaje, la dramaturgia, la escenificación de una cotidianeidad que no es habitual cuando hablamos de un señor presidente, ni siquiera, si mucho me apuran, de un alcalde de cualquiera de los pueblos donde vivimos. El rango político hace al monje casi siempre. Ese “casi” convertía a Mujica en una excepción. No era un monje al uso, porque por dentro vestía igual que por fuera. Por dentro, el corazón y la cabeza iban en Vespa a toda mecha por los caminos, en tantos sitios embarrados, de una dignidad que resultaba extraña en unos tiempos en que la dignidad cotiza menos que el rey emérito en las cuentas de la Hacienda Pública. Era Mujica, como decía Eduardo Galeano, un “árbol de vida que crece al revés”. A lo mejor también es por eso que cuando escribimos sobre la muerte y la vida de Mujica lo hacemos al revés de como lo haríamos si hablásemos de otro presidente de cualquier otro país del planeta. Ninguno de ellos crece al revés, ni van en moto que petardea todo el rato, ni se mira el ombligo porque su cordón umbilical seguía insobornablemente ligado al cuerpo libertario que lo vio nacer con las primeras luces de una amanecida que siempre, a los ojos de los demás, nos parecería extrañamente tan distinta.
Sabía ese hombre, crecido en la lucha por la libertad y ese igualitarismo tan difícil siempre -seguramente hoy más que nunca-, que el capitalismo, se llame como se llame ahora, ha sido y sigue siendo un alacrán que se clava con saña en el insignificante cuerpo de las hormigas que, según cuentan, escuchaba él mismo cuando estaba preso en las sórdidas prisiones que fueron durante 12 años, o más, su chacra habitual durante tantos años de oscuridad y torturas a destajo. Lo supo siempre. Que estás con quienes no tienen nada o estás con quienes lo tienen todo, porque robar siempre ha sido un oficio fácil y rentable para según qué siniestros personajes de la historia de ahora y la de siempre. Leía en la oscuridad de las cárceles hasta quedarse ciego, buscaba en esa oscuridad la luz del conocimiento que encontramos en los libros, hasta dormía con los ojos abiertos de quienes siguen vivos -como Guevara en su cuartucho inmundo de Bolivia– porque la negrura de la muerte es para ellos un territorio en el que se mueven con torpeza. No sé si en alguno de aquellos libros clandestinos, a la luz de una vela que zigzagueaba entre los chillidos de las ratas, encontró los versos de su paisano y tan querido Mario Benedetti: “Nunca podré reconciliarme / con los depredadores de mi gente”. La gente. La suya. La que lo acompañaba no sé si desde el principio en el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros y después, cuando entró de lleno en la política que dejaba atrás los años armados, porque hay veces en que el tiempo de las cerezas se tiñe con los colores de la sangre propia y de la ajena. Nunca los sueños fueron un territorio gestionable desde la realidad, porque la realidad son muchas realidades distintas y no siempre coincidentes en sus propios intereses.
Estos días, en la muerte ya tanto tiempo anunciada de Mujica, se ha repetido hasta la extenuación una de las palabras que mejor lo definía: dignidad. Una palabra rara en los tiempos que corren, habitados principalmente por las mentiras y el cinismo. Lo que debería ser normal en el territorio hoy tan hostil de la política era para el expresidente uruguayo lo más normal del mundo: no salirse del tiesto de la decencia, no pasar por alto que la política, si no tiene que ver con el bien común, no es política, sino una insoportable y cruelísima partida de tahúres. Era uno más de la pandilla en las tardes de truque y dominó sobre el mármol en el hogar de jubilados, al lado mismo de mi casa en el pueblo. No sé dónde iría a parar la Lambretta de mi padre cuando la cambió por una Cofersa con sidecar y luego por un Simca de quinta o sexta mano, que era la única manera que según qué gente tenía de ir subiendo escalones en una clase que nunca pasaría de ser carne de cañón para eso que, se llame ahora como se llame, era y sigue siendo capitalismo de pura cepa y dejémonos de marear la perdiz cuando hablamos de la riqueza que entre cuatro superan lo que puede tener en su insoportable precariedad el resto del mundo mundial.
Sí que sé que Mujica seguirá siempre en la memoria de quienes saben que sin dignidad la vida es un estercolero donde se pudre la decencia. Y que lo vamos a tener siempre lejos del olvido, como un ejemplo de lo que pudo ser y fue y puede seguir siéndolo, porque el tiempo de los sueños no hay dios que nos lo quite ni a martillazo limpio. También supo Mujica de José Bergamín, que hubo de morir lejos de casi todo porque la soledad te deja a merced de la intemperie demasiadas veces y encontró en Euskadi su última acogida. Cierro ya, este recorrido apresurado por la vida y la muerte de Mujica, con los versos del poeta amigo: “Calló tu voz y se apagó en la sombra / cenicienta su eco. / Todo en la noche parecía quedarse / calladamente quieto”. Podría haberlos escrito Bergamín en estos mismos días de la despedida. Que se queden así, como escritos ahora mismo. Como si el tiempo de la dignidad no fuera una quimera, sino la mejor esperanza en que lo que ha sido Mujica siga siendo felizmente posible. Que se queden así esos versos, ¿vale? Que se queden así. Como de ahora mismo. Como de ahora.
A Antonio de la Torre, porque sabe de esto que escribo como nadie.